El califa Huséin al-Hákim bi-Amrillah destruye la iglesia del Santo Sepulcro en Jerusalén.
Este hecho marcó un punto crítico en las relaciones entre el mundo islámico y el cristianismo, exacerbando tensiones que influyeron en los eventos que conducirían a las Cruzadas.
El Santo Sepulcro, considerado uno de los lugares más sagrados del cristianismo, albergaba el sitio donde, según la tradición cristiana, Jesús fue crucificado y sepultado.
La destrucción de este lugar tan venerado no solo provocó indignación entre los cristianos en Oriente y Occidente, sino que también complicó las relaciones diplomáticas entre los gobernantes musulmanes y los estados cristianos, en particular el Imperio Bizantino.
La motivación de al-Hákim para esta acción ha sido objeto de debate entre los historiadores.
Al-Hákim era conocido por su política religiosa inusual, a veces intolerante, que incluía la persecución de varias comunidades religiosas, como cristianos y judíos, dentro de su imperio.
Algunos ven la destrucción del Santo Sepulcro como parte de su política más amplia de afirmación del poder islámico, mientras que otros interpretan sus acciones como el resultado de una personalidad impredecible o incluso de problemas mentales.
Eventualmente, el califato fatimí permitió la reconstrucción de la iglesia en 1048 bajo el reinado del califa Al-Mustansir. Sin embargo, el impacto de la destrucción de 1009 persistió en la memoria histórica de los cristianos y contribuyó al aumento de la hostilidad que culminaría en la Primera Cruzada en 1096.
